Es para mí un placer al tiempo que un honor prologar la obra que tenéis en las manos: un placer por cuanto me une con el autor una amistad nunca vieja, pero sí antigua, y un honor por la calidad y originalidad de un texto que tiene la rara virtud de admitir una lectura para casi cada paladar. El desafío de Einstein no es otro que la provocación primordial con la que la Naturaleza interpela a la Mente humana que siempre ha querido creer que el Universo es inteligible en los términos y categorías de nuestra razón; indemostrable postulado éste que está en la base de la epopeya que supone la lenta construcción de la Ciencia y de la Cultura. No bastan, sin embargo, los éxitos paulatinos pero también parciales; la esencia del desafío reside en que además la explicación última, que casi nunca lo es, debe ser simple e incluso elegante. No queremos creer en un Universo intrincado y complejo en el que la belleza esté ausente. Ésta es la razón por la que la elaboración del conocimiento científico vive en dos mundos diferentes: uno, el más evidente, el de un método de base esencialmente empírica, el otro, quizás más profundo, el de un viaje interior que busca en los contenidos de nuestra propia mente las claves para interpretar la realidad. También la Ciencia se construye desde la imaginación, así lo proclama, por cierto, Unamuno en un breve artículo titulado "La imaginación en Cochabamba" y es bueno recordarlo para que no sea sólo Don Miguel aquél de "áQue inventen ellos!". Todo parece sugerir que siempre hemos alimentado la sospecha de que entre el Universo y la Razón humana existe una fraternal y misteriosa complicidad. Este preámbulo, que no quiero prolongar demasiado, viene muy a la ocasión para comentar una obra como ésta puesto que el pensamiento sólo se entiende del todo cuando nos acercamos también a la época y a los hombres que lo desarrollaron, dado que también los productos de la razón se impregnan del recinto humano que los albergó. El autor de El Desafío de Einstein así lo ha entendido, de modo tal que el libro al que os enfrentáis es una historia del pensamiento y de sus protagonistas en la que el equilibrio entre el relato y los contenidos científicos que no excluyen, en ocasiones bien escogidas, detalles técnicos, cristaliza en un discurso fluido que admite diversos niveles de amena lectura. No se alarme pues el lector ante la aparición, por ejemplo, de la ecuación de Schrцdinger, que además está muy bien explicada, y siga adelante sin complejos pues está ante un texto que distingue bien entre ideas y algoritmos, un punto de vista que comparto ampliamente y que a mí me gusta presentar afirmando que también la Ciencia se puede contar. Cuenta pues el libro el apasionante período en el que la Ciencia, y en particular la Física, toma, por supuesto con todas sus consecuencias, el papel de protagonista de la Historia. Período además jalonado de una densidad de acontecimientos y conflictos con pocos o ningún precedente en el pasado. El argumento es pues, en esencia, el debate entre dos grandes o, quizá mejor grandiosas, concepciones del mundo. De una parte la Relatividad que, en sus dos versiones Restringida y General, culmina la ciclópea construcción de la Física Clásica; la otra, por el contrario, anuncia el nacimiento de esa realidad, nunca sospechada, que es la Física Cuántica. El conflicto conceptual entre ambas es, probablemente, el desafío intelectual de mayor envergadura que jamás haya afrontado el pensamiento humano. La solución de este dilema permite vislumbrar un horizonte tras el que se esconde una visión de la realidad que, sin duda, todavía no podemos ni siquiera imaginar. Alfredo Tiemblo Ramos
Profesor de Investigación y ex-Director del Instituto de
Matemáticas y Física Fundamentales, del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de España
La búsqueda de una unidad de significado en los fenómenos de la naturaleza, ha sido uno de los más poderosos incentivos de la investigación científica desde que ésta existe como tal. Bien sea el hombre primitivo o el individuo moderno, todos perseguimos una coherencia interna, un hilo conductor que nos guíe y dote de sentido el inmenso número de experiencias aparentemente inconexas que constituyen nuestra vida diaria. Tal vez se trate de una necesidad de la mente humana, como suponía el filósofo Immanuel Kant (1724–1804), la cual es incapaz de elaborar siquiera la idea de una realidad exterior a sí misma en ausencia de un orden en los fenómenos que componen ese mundo externo. Sea como fuere, la humanidad siempre ha supuesto que la naturaleza obedece unas pautas de comportamiento ordenadas y estables, y sobre todo ha creído que resulta posible descubrirlas. Así, los primeros pensadores de la Grecia clásica debatían sobre los términos en los que deben ser formuladas tales leyes naturales. Para Parménides (515–445 a. C.), por ejemplo, oculta bajo las apariencias cotidianas, la verdadera realidad residía en la inmutabilidad; en un lenguaje físico moderno diríamos que la realidad objetiva consiste en las magnitudes físicas invariantes. Muy al contrario pensaba Heráclito (c. 544–483 a. C.), en cuya opinión es la inmutabilidad lo que resulta una mera apariencia. A su juicio, la genuina realidad del cosmos radica en el cambio; hoy diríamos que para Heráclito todas las magnitudes físicas deben ser dinámicas, esto es, evolucionar con el tiempo). Aristóteles (384–322 a. C.), sin comprometerse con ambas posturas extremas, sostenía un punto de vista algo más ecléctico. En la visión aristotélica del universo cada cosa tiene asignado un lugar natural en el ordenamiento general de todo cuanto existe. Los objetos pesados, digamos, deben situarse tanto más cerca del centro de la tierra cuanto mayor sea su peso. Y los cuerpos ligeros, como el humo, han de elevarse pues su posición natural se halla por encima de los pesados, tanto más arriba cuanto más ligeros sean. Atención aparte merecen los cuerpos celestes, perfectos e incorruptibles, cuya conducta se rige por unas leyes propias en absoluta indiferencia hacia los objetos terrenales. Esta peculiar doctrina de los lugares naturales y de la distinción entre los ámbitos terrestre y celeste se mantuvo vigente casi dos mil años, hasta que la autoridad conjunta de Galileo (1564–1642) y Newton (1642–1727), avalada por los trabajos de Copérnico (1473–1543) y Kepler (1571–1630), vino a desafiarla. La primera ley de Newton dejó bien claro que, en ausencia de una acción exterior que lo perturbase, un cuerpo permanecía en reposo o en movimiento rectilíneo y uniforme (movimiento inercial). Ya no se admitía, pese a la autoridad de Aristóteles, que el estado propio de los objetos en sus lugares naturales fuese el reposo y que se necesitase siempre una fuerza para ocasionar un desplazamiento. La situación se había hecho especialmente controvertida desde que Galileo estipuló que el reposo y el movimiento inercial eran estados mecánicos del todo indistinguibles. \.zQué sentido tenía entonces hablar de reposo en lugares naturales si un mero cambio de sistema de referencia convertía el reposo en movimiento y viceversa? Con una simple acometida el edificio de la mecánica aristotélica se vino abajo sin remedio. Fue también el genio de Newton el que obtuvo la primera formulación matemática –y por ello susceptible de comparación cuantitativa– de la fuerza física que no es más familiar, la gravedad. La ley newtoniana de la gravitación universal demostró de forma incontrovertible que las mismas reglas se cumplen en todos los ámbitos del cosmos, ya sea en nuestro planeta o fuera de él, derribando así otro de los pilares de la ya superada física aristotélica. Este hallazgo constituyó, de hecho, la primera gran unificación ocurrida en la historia del pensamiento científico. Un primer paso en la dilatada y tortuosa senda que aún quedaba por recorrer en el camino de la unificación definitiva en nuestro conocimiento del mundo natural. El paso de los años revelaría la existencia de otras fuerzas, la electricidad y el magnetismo, estudiadas por una nueva generación de científicos plenamente imbuidos del espíritu y las ideas newtonianas. Por ello su sorpresa fue mayúscula al comprender que la electricidad y el magnetismo no se sometían a las leyes de Newton. La realidad física tornábase más compleja de cuanto habían supuesto los primeros padres de la mecánica. Pero aún así los investigadores no abandonaban su empeño de lograr una descripción unificada de los fenómenos naturales. Oersted (1777–1851), Faraday (1791–1867), Lenz (1804–1865) y Henry (1799–1878), con sus prácticas experimentales y sus explicaciones teóricas, mostraron la íntima conexión entre electricidad y magnetismo que hoy es conocida por todos. Sin embargo, al escocés James Clerk Maxwell (1831–1879) le correspondió el honor de escribir el conjunto de ecuaciones –llamadas ecuaciones de Maxwell– donde se plasmaba la fusión de la electricidad y el magnetismo en una nueva entidad física, el campo electromagnético. Ésta fue la segunda gran unificación de la física clásica, si por "clásica" consideramos, de modo un tanto arbitrario, la ciencia anterior al siglo XX. No escapó a la sagacidad de estos sabios que el siguiente peldaño consistía aparentemente en la unificación del electromagnetismo y la gravedad, una tarea notoriamente complicada, como pronto se puso de manifiesto. Michael Faraday había logrado demostrar en torno a 1830 la existencia de la inducción electromagnética, es decir, que la variación del flujo magnético –por ejemplo, moviendo un imán– a través de una bobina conductora generaba una corriente eléctrica variable en el cable del bobinado. Parecía lógico pensar que algo semejante podría ocurrir con la gravedad, por lo que Faraday comenzó en la década de 1850 una serie de experimentos destinados a descubrir el vínculo entre gravitación y electromagnetismo. Se preguntó si los cuerpos en caída libre por causa de la gravedad terrestre generaban algún fenómeno eléctrico, y diseñу un ingenioso montaje experimental para comprobarlo. Dejando caer una sucesión de esferas macizas verticalmente desde una cestilla en el techo del laboratorio, Faraday intentó medir la presunta corriente que podría aparecer en una bobina conductora situada junto al punto de impacto, acolchado, de las esferas sobre el suelo. Sus conclusiones fueron que, de darse algún efecto electromagnético en las masas que caen atraídas por la gravedad, éste era demasiado débil para ser detectado con los medios a su disposición. Pese a todo, la fe íntima de Faraday en la existencia de un vínculo profundo entre electricidad y gravitación se mantuvo firme hasta el final de sus días. Tal como había formalizado matemáticamente la teoría del campo electromagnético iniciada por Faraday, Maxwell abordó el problema de la unificación con la gravedad desde una vertiente teórica. Las ecuaciones maxwellianas del electromagnetismo, por ejemplo, se habían desarrollado suponiendo la existencia de un medio –el éter– que llena el espacio vacío y cuyas vibraciones constituyen las ondas luminosas. Por tanto, no resultaba aventurado suponer que la gravedad era tan sólo una manifestación más de las tensiones y tracciones mecánicas del éter. Maxwell se puso manos a la obra y descubrió que sustituyendo en la llamada función potencial eléctrica la carga eléctrica por la masa gravitatoria y la constante eléctrica, K_e, por la constante gravitacional de Newton, G, se podía obtener la aceleración de la gravedad de igual modo que se obtenía la intensidad de campo en el caso eléctrico. Desgraciadamente las analogías afortunadas terminaban ahí. Debido a que la gravedad es siempre atractiva, Maxwell se vio obligado a escoger una densidad energética del campo gravitatorio muy distinta de la electromagnética. La consecuencia fue que en los puntos donde la gravedad se anulaba, la energía intrínseca del supuesto éter alcanzaba unos valores desmesurados. A fin de evitar esta singular conclusión –no había modelo mecánico alguno que explicase tan desconcertantes propiedades del éter– era necesario introducir masas gravitacionales negativas, lo que conduciría inevitablemente a una repulsión gravitatoria, o "antigravedad", cosa que pareció a Maxwell tan contraria a toda nuestra experiencia física que se dio por vencido en su empresa unificadora. Si existía un nexo de unión entre la gravedad y el electromagnetismo, no era por ese camino como se descubriría. Mientras tanto, en el dominio de la matemática pura se estaban dando unos asombrosos pasos de avance que años después repercutirían dramáticamente en las tentativas de los físicos por unificar las fuerzas naturales. Alrededor de 1823 el húngaro János Bolyai (1802–1860) y el ruso Nikolai Lobachevski (1792–1856) descubrieron que era posible construir una geometría perfectamente coherente en la que por un punto exterior a una recta era posible trazar infinidad de rectas que, sin importar cuánto se prolongasen, nunca cortarían a la primera. Esto contravenía nuestra intuición geométrica corriente, educada en las normas de Euclides (325–265 a. C.), el antiguo griego cuya geometría se enseña habitualmente en las escuelas. Gracias a él sabíamos también que los tres ángulos de un triángulo suman siempre ciento ochenta grados y que el teorema de Pitágoras se cumple en los triángulos rectángulos. No obstante, en 1854 el matemático alemán Bernhard Riemann (1826–1866) pronunció una conferencia en PersonNameProductIDla Universidadla Universidad de Gotinga que revolucionaría gran parte de la matemática y la física posteriores. En ella exponía que tanto la geometría de Euclides como la de Bolyai–Lobachevski eran casos particulares de un planteamiento geométrico más general capaz de englobarlos a todos. Un modo sencillo, aunque incompleto, de visualizar la diferencia entre las diversas geometrías es clasificarlas según la curvatura de las distintas superficies sobre las que se pueden representar. La geometría de Euclides, digamos, sería una de las posibles geometrías de curvatura nula, ya que sus reglas son válidas para las figuras dibujadas sobre un plano. La geometría de Bolyai–Lobachevski corresponde a la de una superficie de curvatura negativa (el pabellón de una trompeta, por ejemplo), pues en ella dos líneas inicialmente paralelas tienden a separarse cuando se prologan. Por último, la geometría de curvatura positiva sería la correspondiente a figuras dibujadas sobre una esfera o un elipsoide. En este caso, al prolongar dos líneas paralelas, ellas se aproximan hasta cortarse en los polos. Naturalmente, se sabía desde tiempo atrás que las propiedades geométricas de las superficies alabeadas diferían de las del plano. Las largas travesías marítimas obligaban a efectuar correcciones en el itinerario de los buques (y hoy día de los aviones) para compensar el hecho de que PersonNameProductIDla Tierrala Tierra es redonda, y las trayectorias recorridas sobre ella serían distintas en el caso de ser plana. Sin embargo, se suponía tácitamente que tales peculiaridades no eran más que desviaciones –por así decirlo– de la verdadera geometría, la euclídea, debidas al manejo de superficies bidimensionales sumergidas en un espacio tridimensional. Era generalmente admitido que el intento de construir una geometría no euclídea en el espacio conduciría sin remedio a resultados contradictorios. Y aunque hubo ilustres precursores casi clandestinos –Gauss (1777–1855) entre ellos– antes de Bolyai y Lobachevski nadie osó demostrar en público que de hecho existían geometrías distintas de la euclídea sin contradicciones internas y aplicables a tres o más dimensiones. La perspicacia de Riemann le llevó a tantear la posibilidad de construir una teoría de la gravitación sobre la base de sus descubrimientos geométricos. A su juicio, la gravedad bien podía ser una expresión de la curvatura espacial de las regiones donde hay masas presentes. Sus esfuerzos no dieron frutos porque únicamente consideró la curvatura del espacio, prescindiendo de la posible participación del tiempo, como sí hizo con éxito Einstein en 1915, inaugurando la era de la cosmología moderna. Éste es el legado científico que recogió el sabio alemán al formular sus teorías de la relatividad y al tomar el relevo en la carrera por la unificación de las fuerzas fundamentales. Hoy sabemos que, como sus ilustres predecesores, él también vio frustradas sus pretensiones unificadoras, y hay una abundante literatura divulgativa sobre ello. Pero \.zqué se hizo tras la relatividad, no sólo a la muerte de Einstein, sino durante su vida? \.zEn qué consistieron las propuestas de unificación, y por qué fallaron? \.zHay de veras alguna esperanza sólidamente fundada de lograr ese ideal en algún momento, o se trata de una empresa que excede las capacidades humanas? Éstos, y otros del mismo tipo, son los interrogantes a cuyo esclarecimiento este libro pretende contribuir en la medida de lo posible. La mayoría de las cuestiones esbozadas en esta introducción rozan tan de cerca el corazón de las más elevadas aspiraciones intelectuales de la ciencia que, ineludiblemente, su respuesta exhaustiva hubiese exigido trazar los perfiles de una historia de la física teórica del siglo XX. Semejante tarea excede con mucho las pretensiones de esta obra y, sin duda, las capacidades del autor. Con tal motivo, vayan por delante mis disculpas por las carencias y omisiones que a buen seguro se harán patentes a quienes hubieran preferido una mayor y más cuidadosa consideración de tal o cual aspecto. Igualmente, en la exposición de un tema tan complejo y profundo como éste, aflora siempre el mismo dilema acerca del nivel de formalización matemático que conviene incluir en las explicaciones. Pues lo que a unos puede parecerles excesivo, sin duda dejará a otros ávidos de mayores concreciones. He procurado, a este respecto, incluir la cantidad justa y necesaria de tecnicismos para concretar con suficiente rigor los temas aquí abordados. Obviamente, y dada la naturaleza profundamente abstracta de tales asuntos, no siempre ha sido posible evitar un formalismo matemático especializado. Pese a todo, mi propósito ha sido mantener en lo posible una equilibrada sobriedad en el uso de la notación matemática, si bien soy consciente de que en múltiples ocasiones este objetivo no ha sido alcanzado. Con todo, debo decir a los lectores que entre sus manos tienen lo que pretende ser, no una mera reconstrucción histórica del pensamiento científico sobre una determinada parcela del conocimiento, sino una historia crítica de tales esfuerzos intelectuales. La ciencia, como en general cualquier otra actividad del ser humano, merece ser objeto de reflexión en sí misma. Una reflexión ecuánime y sosegada iluminará aquellos ámbitos donde creemos saber más, y también aquellos otros cuyo desconocimiento sigue zahiriendo nuestro ánimo. Poner en tela de juicio, de vez en cuando, las bases más profundas y arraigadas de nuestro quehacer profesional diario es un ejercicio muy saludable. Especialmente cuando semejante catarsis no puede ser llevada a cabo con facilidad fuera de un reducido círculo de expertos. La inseguridad que entraña una duda a ultranza resultaría sin duda paralizadora en cualquier empresa humana, pero no menos peligroso es el apego recalcitrante a idearios cuyos fundamentos y consecuencias no se han analizado con suficiente imparcialidad. En un mundo como el nuestro, tan atribulado por toda clase de horrores y padecimientos, parece difícil justificar moralmente cualquier interés que no se halle destinado a mitigarlos. Cuando tantos hay que sufren a diario sin futuro ni esperanza, cualquier esfuerzo en otras esferas de la existencia se nos figura una condenable frivolidad. Y aun concediendo la superior urgencia de los problemas más acuciantes que aquejan a la humanidad, es imposible evitar que nuestra mente se sienta atraída también por todo género de inquietudes que van más allá de las contingencias cotidianas. Siempre que se suscita el debate sobre la porción de recursos que las sociedades avanzadas deberían destinar a la denominada "investigación científica básica", las respuestas suelen formularse en tales términos. Se comienza sugiriendo la primacía de la presunta "ciencia aplicada" y se termina cuestionando la prioridad de la ciencia sin más, cuando tantos males nos amenazan desde otras muchas direcciones. Pero olvidamos con frecuencia que, según afirmaba Pasteur con gran agudeza, no hay ciencias aplicadas, sino tan sólo aplicaciones de la ciencia. Asfixiando la investigación básica más pronto que tarde nuestro único fruto sería sofocar también las aplicaciones tecnológicas generadas por descubrimientos previos que, aparentemente, nada tenían que ver con ellas. Es asimismo imposible vaticinar la relación entre los hallazgos científicos fundamentales y los desarrollos técnicos a que pueden dar lugar con el transcurso del tiempo. Lo único de lo que podemos estar seguros es que, abandonando la persecución del puro conocimiento, estaremos condenando a la vez el progreso venidero de nuestra civilización. Al escribir un libro, de éstas u otras características, siempre se tiene la sensación de que podría haberse hecho mejor. Por ese motivo he procurado guiarme por la conocida máxima del escritor C.S.Lewis (1898–1963) cuando dijo: "He escrito los libros que me habría gustado leer". No habiendo otro criterio superior, me parece un consejo excelente con el que dirigir cualquier esfuerzo de comunicación escrita. En esa línea, las ideas científicas, más que los formalismos en que se envuelven, han sido el centro de mi atención. Y he pretendido aquilatarlas con explicaciones tan profundas y exposiciones tan sencillas como me ha sido posible. Sin huir de las fórmulas cuando es necesario afrontarlas, ya que en definitiva una ecuación no es sino una relación cuantitativa entre conceptos expresados simbólicamente. Tanto temor debería inspirar una ecuación a quien ignora su significado como una partitura a quien desconozca el lenguaje musical. En ambos casos el misterio se disipa interpretando correctamente lo que los símbolos utilizados quieren decirnos. Con objeto de lograr una mejor comprensión del texto, se ha añadido en cada capítulo una pequeña entradilla al comienzo, en la que se explica brevemente el contenido que a continuación se desarrolla y un glosario de términos útiles al final del libro. El desglose de la bibliografía por capítulos obedece al mismo propósito de claridad. Es cierto que en los textos de divulgación, cuanto más alta sea la preparación científica del lector, mayor partido sacará a su lectura. Pero también confío en que las personas sin un gran bagaje de conocimientos puedan obtener un grato provecho de este libro, con tal de que su inquietud por saber permanezca suficientemente alerta, o al menos en condiciones de ser avivada. Éste es uno de esos libros cuyos contornos definitivos fueron adquiriendo forma a medida que su elaboración avanzaba. Y no porque se trate de un relato fantástico hilvanado sobre la marcha de la narración, sino por la complejidad y extensión de los contenidos aquí tratados, cuya variedad ha obligado a modificar en numerosas ocasiones el plan de exposición previsto. Son tantos y tan profundos los aspectos que una compilación histórica como ésta debe abordar, que la justificación de todos los esfuerzos necesarios para llevarla a cabo sólo puede hallarse en una apasionada devoción por la ciencia y su historia, así como en el íntimo convencimiento del autor –quizás equivocado– sobre la necesidad de contar con un texto como el presente destinado a los lectores de habla española. Hay un aspecto sobre la tarea del historiador que no desearía dejar sin comentario antes de finalizar esta introducción. Se suele aducir que los mejores historiadores son quienes manejan fuentes primarias –documentos históricos originales– y que los demás no son sino emuladores de segunda fila. No puedo disentir con más convicción de tales opiniones. La labor de búsqueda, ordenamiento y análisis de las numerosísimas referencias que me he visto obligado a consultar me ha persuadido del valor de las fuentes secundarias, sin las cuales muchos de los originales perderían gran parte de su sentido. Esto es particularmente cierto en la reconstrucción histórica de los hechos y las teorías de la ciencia, para los cuales es a menudo crucial conocer tanto el pensamiento de sus autores como la percepción de sus contemporáneos y, más aún, la evolución que a lo largo de los años ha sufrido nuestra concepción de tales descubrimientos. No resulta infrecuente que el juicio de un investigador sobre sus propios hallazgos difiera notablemente de la visión de sus coetáneos, o que el paso de los años haya arrojado nueva luz sobre la interpretación de teorías que nadie llegó a contemplar desde ciertas perspectivas. En buena medida, este trabajo ha sido inspirado por el recuerdo de los cursos de verano sobre relatividad organizados en distintas sedes por el ya desaparecido Dr.Antonio Bernalte, de PersonNameProductIDla UNED. Ella UNED. El espíritu de compañerismo, la atmósfera de inquietud intelectual y el disfrute del conocimiento que allí se concitaron, serán imposibles de olvidar por los que tuvimos la suerte de asistir a ellos. Obras de la envergadura de ésta, jamás se deben del todo a una sola persona. Debo agradecer, sin duda, el afecto y generosidad del profesor Alfredo Tiemblo, director del Instituto de Matemáticas y Física Fundamental del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No sólo aclaró amablemente muchas de mis dudas y me permitió colaborar en algunas de sus investigaciones, sino que la pasión por el conocimiento que irradia y la extrema gentileza de su trato han supuesto para mí una de las más gratificantes experiencias intelectuales. Los doctores Rolando Pérez Álvarez y Fernando de León Pérez, cuya excelencia en el plano profesional sólo se ve igualada por su calidad humana, me proporcionaron gran parte de la bibliografía que me fue necesario consultar, y a la cual, en otro caso, hubiera tenido muy difícil acceso. Asimismo, el profesor doctor Guillermo Bernabeu, de PersonNameProductIDla Universidadla Universidad de Alicante, unió a vivificadora y entrañable amistad, el alentador apoyo que con toda calidez me brindó siempre que le fue solicitado. Y el profesor José Manuel Sánchez Ron me hizo el honor de responder a mis peticiones de información suministrándome las referencias bibliográficas de que disponía. A mi esposa, Estrella Jornet Gil, cuyos títulos superiores se ven complementados con un extraordinario talento como profesora de ofimática, se debe la correcta estructuración y presentación del texto, razón por la cual toda deficiencia en este aspecto es exclusivamente atribuible a mi impericia. Tampoco puedo olvidar a los numerosos familiares y amigos que de algún modo han contribuido a facilitar mi labor, ya fuese relevándome bondadosamente de las tareas que en justicia me correspondían, o tan sólo accediendo a prescindir temporalmente –muy a pesar mío– de mi presencia a su lado. A todos cuantos he mencionado, presentes y ausentes, y a quienes por su variedad y número no podría reseñar, mi más sincera gratitud sellada con la esperanza de que todos los esfuerzos realizados hayan merecido la pena. Señalar, por último, que éste es el primer libro que escribo tras el nacimiento de la pequeña Andrea. De no haber estado ella entre nosotros, es seguro que el texto se hubiera completado en un tiempo muy inferior. Pero, sin duda, el universo descrito en sus páginas también hubiese sido mucho menos hermoso. Licenciado en Física (Fundamental) por la UNED y en Química (Bioquímica) por la Universidad de Valencia; actualmente investigador colaborador honorífico en el Departamento de Ciencia de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica, en la Universidad ``Miguel Hernández'' (Alicante). Premio Competición Futurista Honeywell de 1988 por el ensayo Las futuras lanzaderas espaciales. Conferenciante en múltiples foros, es autor de diversos artículos y libros de divulgación, entre ellos Tras los secretos del Universo, Ciencia y Apocalipsis, Relatividad para todos, Física para todos, Evolución o Diseño y Fronteras de la Realidad. Fue también redactor del periódico de divulgación científica Tecnociencia, colaborador de los programas de radio La Ventana del Universo y Adelantos (asesor científico) y articulista en la revista Astronomía y Universo. Actualmente colabora como articulista y recensor en la revista Latin American Journal of Physics Education, como autor en la revista Llull, de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y las Técnicas (SEHCyT), en la revista electrónica eVOLUCION, de la Sociedad Española de Biología Evolutiva (SESBE), así como en el PhilSci Archive (Universidad de Pittsburgh). Rafael Andrés Alemañ Berenguer Licenciado en Física (Fundamental) por la UNED y en Química (Bioquímica) por la Universidad de Valencia; actualmente investigador colaborador honorífico en el Departamento de Ciencia de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica, en la Universidad «Miguel Hernández» (Alicante).
Premio «Competición Futurista Honeywell» de 1988 por el ensayo «Las futuras lanzaderas espaciales». Conferenciante en múltiples foros, es autor de diversos artículos y libros de divulgación, entre ellos «Tras los secretos del Universo», «Ciencia y Apocalipsis», «Relatividad para todos», «Física para todos», «Evolución o Diseño» y «Fronteras de la Realidad». Fue también redactor del periódico de divulgación científica Tecnociencia, colaborador de los programas de radio «La Ventana del Universo» y «Adelantos» (asesor científico) y articulista en la revista «Astronomía y Universo». Actualmente colabora como articulista y recensor en la revista «Latin American Journal of Physics Education», como autor en la revista «Llull», de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y las Técnicas (SEHCyT), en la revista electrónica «eVOLUCION», de la Sociedad Española de Biología Evolutiva (SESBE), así como en el «PhilSci Archive» (Universidad de Pittsburgh). |