Prólogo |
Introducción |
Capítulo 1. | Cabalgando con la luz |
| 1.1. | La relatividad del movimiento |
| 1.2. | La clave geométrica |
| 1.3. | Relatividad y gravitación |
| 1.4. | Nordstrцm y su electro-gravitación |
| 1.5. | Física y geometría |
Capítulo 2. | Diseccionando el espacio-tiempo |
| 2.1. | Variedades "suaves" y diferenciabilidad |
| 2.2. | Conexiones, geodésicas y métricas |
| 2.3. | El extraño caso 4-dimensional |
| 2.4. | Mecánica newtoniana |
| 2.5. | Relatividad especial |
| 2.6. | Gravitación newtoniana |
| 2.7. | Relatividad general |
| 2.8. | Más allá de la relatividad general |
| 2.9. | Variedades complejas |
| 2.10. | Otras dimensiones |
Capítulo 3. | Hilbert y la función de universo |
| 3.1. | Lagrange, Hamilton y el cálculo de variaciones |
| 3.2. | El siglo XX |
| 3.3. | Principios variacionales en relatividad |
| 3.4. | La teoría total de Hilbert |
| 3.5. | La concepción de la física en Hilbert |
| 3.6. | La materia electromagnética de Mie |
| 3.7. | Primeros pasos de Hilbert |
| 3.8. | Cambio de estrategia |
| 3.9. | La acogida de la teoría de Hilbert |
| 3.10. | La esencia de los principios variacionales |
Capítulo 4. | Weyl y el primer gauge |
| 4.1. | Precursores del gauge |
| 4.2. | Gravitación, electricidad y la geometría infinitesimal pura |
| 4.3. | La cuestión del transporte paralelo |
| 4.4. | Principios variacionales en las teorías de Riemann y Weyl |
| 4.5. | Las objeciones de Einstein |
| 4.6. | De la relatividad general a las coincidencias cósmicas |
| 4.7. | La evolución del pensamiento físico en Weyl |
Capítulo 5. | Kaluza, Klein y la quinta dimensión |
| 5.1. | La obra original de Kaluza |
| 5.2. | Interviene Klein |
| 5.3. | En la estela de Kaluza y Klein |
| 5.4. | La teoría de Einstein y Mayer |
| 5.5. | La microfísica y el hiperespacio |
| 5.6. | ¿Por qué no Kaluza---Klein? |
Capítulo 6. | Auge y declive de la geometría diferencial |
| 6.1. | De Berlín a Princeton |
| 6.2. | El Instituto de Estudios Avanzados |
| 6.3. | Einstein: el viaje a ninguna parte |
| 6.4. | Geometría asimétrica |
| 6.5. | Exóticas alternativas |
| 6.6. | De vuelta a la asimetría |
| 6.7. | Campo y materia en el pensamiento de Einstein |
Capítulo 7. | La "Teoría fundamental" de Arthur Eddington |
| 7.1. | Ciencia y filosofía en la obra de Eddington |
| 7.2. | ¿Qué podemos conocer? |
| 7.3. | La influencia de Weyl |
| 7.4. | Un mundo puramente afín |
| 7.5. | Interviene Einstein |
| 7.6. | Contribuciones de Schrцdinger |
| 7.7. | La "Teoría Fundamental" |
Capítulo 8. | Einstein, Cartan y el "paralelismo absoluto" |
| 8.1. | Élie Cartan, el hombre y su ciencia |
| 8.2. | Las tétradas o Vierbein |
| 8.3. | De las tétradas a la torsión |
| 8.4. | Einstein y Cartan |
| 8.5. | De Cartan a Mayer |
| 8.6. | Difusión del teleparalelismo |
| 8.7. | El dilema de Einstein |
| 8.8. | Desarrollos posteriores: hacia la materia con espín |
| 8.9. | Resumen de las ecuaciones de Einstein---Cartan |
Capítulo 9. | La revolución cuántica |
| 9.1. | Primeros trabajos de Heisenberg |
| 9.2. | El formalismo de Dirac |
| 9.3. | Las ondas cuantizadas de Schrцdinger |
| 9.4. | Axiomas y filosofía en la física cuántica |
| 9.5. | Interpretación de las desigualdades de Heisenberg |
| 9.6. | ¿Dualidad onda-corpúsculo? |
| 9.7. | La controvertida función de estado |
| 9.8. | La medida y el "postulado de proyección" |
| 9.9. | Más allá de la teoría cuántica |
| 9.10. | ¿Hacia una física "no local"? |
| 9.11. | Conclusiones no del todo concluyentes |
Capítulo 10. | ¿Es el mundo cuántico o relativista? |
| 10.1. | Objetividad del "colapso" cuántico |
| 10.2. | Inconvenientes en el espacio-tiempo |
| 10.3. | Correlaciones EPR y relatividad |
| 10.4. | Factorizabilidad y causalidad |
| 10.5. | Espacio y tiempo en la teoría cuántica |
Capítulo 11. | El triunfo del álgebra en la física |
| 11.1. | ¿Qué es un grupo? |
| 11.2. | Historia de la teoría de grupos |
| 11.3. | Los grupos más allá de la geometría |
| 11.4. | Invariantes y tensores |
| 11.5. | Weyl, de la relatividad a la cuántica |
| 11.6. | Simetrías ocultas |
| 11.7. | Grupos e invariantes en relatividad |
| 11.8. | Simetrías de invariancia y covariancia |
| 11.9. | Matrices |
| 11.10. | La teoría de operadores |
| 11.11. | Operadores cuánticos |
| 11.12. | Fibrados |
Bibliografía |
Glosario |
Lista de símbolos utilizados en el texto |
Es para mí un placer al tiempo que un honor prologar la obra que
tenéis en las manos: un placer por cuanto me une con el autor
una amistad nunca vieja, pero sí antigua, y un honor por la
calidad y originalidad de un texto que tiene la rara virtud de
admitir una lectura para casi cada paladar.
El desafío de Einstein no es otro que la provocación primordial
con la que la Naturaleza interpela a la Mente humana que siempre
ha querido creer que el Universo es inteligible en los términos
y categorías de nuestra razón; indemostrable postulado éste que
está en la base de la epopeya que supone la lenta construcción
de la Ciencia y de la Cultura. No bastan, sin embargo, los
éxitos paulatinos pero también parciales; la esencia del desafío
reside en que además la explicación última, que casi nunca lo
es, debe ser simple e incluso elegante. No queremos creer en un
Universo intrincado y complejo en el que la belleza esté
ausente. Ésta es la razón por la que la elaboración del
conocimiento científico vive en dos mundos diferentes: uno, el
más evidente, el de un método de base esencialmente empírica, el
otro, quizás más profundo, el de un viaje interior que busca en
los contenidos de nuestra propia mente las claves para
interpretar la realidad. También la Ciencia se construye desde
la imaginación, así lo proclama, por cierto, Unamuno en un breve
artículo titulado "La imaginación en Cochabamba" y es bueno
recordarlo para que no sea sólo Don Miguel aquél de "áQue
inventen ellos!". Todo parece sugerir que siempre hemos
alimentado la sospecha de que entre el Universo y la Razón
humana existe una fraternal y misteriosa complicidad.
Este preámbulo, que no quiero prolongar demasiado, viene muy
a la ocasión para comentar una obra como ésta puesto que el
pensamiento sólo se entiende del todo cuando nos acercamos
también a la época y a los hombres que lo desarrollaron, dado
que también los productos de la razón se impregnan del recinto
humano que los albergó.
El autor de El Desafío de Einstein así lo ha entendido, de
modo tal que el libro al que os enfrentáis es una historia del
pensamiento y de sus protagonistas en la que el equilibrio entre
el relato y los contenidos científicos que no excluyen, en
ocasiones bien escogidas, detalles técnicos, cristaliza en un
discurso fluido que admite diversos niveles de amena lectura. No
se alarme pues el lector ante la aparición, por ejemplo, de la
ecuación de Schrцdinger, que además está muy bien explicada, y
siga adelante sin complejos pues está ante un texto que
distingue bien entre ideas y algoritmos, un punto de vista que
comparto ampliamente y que a mí me gusta presentar afirmando que
también la Ciencia se puede contar. Cuenta pues el libro el
apasionante período en el que la Ciencia, y en particular la
Física, toma, por supuesto con todas sus consecuencias, el papel
de protagonista de la Historia. Período además jalonado de una
densidad de acontecimientos y conflictos con pocos o ningún
precedente en el pasado.
El argumento es pues, en esencia, el debate entre dos grandes o,
quizá mejor grandiosas, concepciones del mundo. De una parte la
Relatividad que, en sus dos versiones Restringida y General,
culmina la ciclópea construcción de la Física Clásica; la otra,
por el contrario, anuncia el nacimiento de esa realidad, nunca
sospechada, que es la Física Cuántica. El conflicto conceptual
entre ambas es, probablemente, el desafío intelectual de mayor
envergadura que jamás haya afrontado el pensamiento humano. La
solución de este dilema permite vislumbrar un horizonte tras el
que se esconde una visión de la realidad que, sin duda, todavía
no podemos ni siquiera imaginar.
Alfredo Tiemblo Ramos
Profesor de Investigación y ex-Director del Instituto de
Matemáticas y Física Fundamentales, del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas de España
La búsqueda de una unidad de significado en los fenómenos de la
naturaleza, ha sido uno de los más poderosos incentivos de la
investigación científica desde que ésta existe como tal. Bien
sea el hombre primitivo o el individuo moderno, todos
perseguimos una coherencia interna, un hilo conductor que nos
guíe y dote de sentido el inmenso número de experiencias
aparentemente inconexas que constituyen nuestra vida diaria. Tal
vez se trate de una necesidad de la mente humana, como suponía
el filósofo Immanuel Kant (1724--1804), la cual es incapaz de
elaborar siquiera la idea de una realidad exterior a sí misma en
ausencia de un orden en los fenómenos que componen ese mundo
externo.
Sea como fuere, la humanidad siempre ha supuesto que la
naturaleza obedece unas pautas de comportamiento ordenadas y
estables, y sobre todo ha creído que resulta posible
descubrirlas. Así, los primeros pensadores de la Grecia clásica
debatían sobre los términos en los que deben ser formuladas
tales leyes naturales. Para Parménides (515--445 a. C.), por
ejemplo, oculta bajo las apariencias cotidianas, la verdadera
realidad residía en la inmutabilidad; en un lenguaje físico
moderno diríamos que la realidad objetiva consiste en las
magnitudes físicas invariantes. Muy al contrario pensaba
Heráclito (c. 544--483 a. C.), en cuya opinión es la
inmutabilidad lo que resulta una mera apariencia. A su juicio,
la genuina realidad del cosmos radica en el cambio; hoy diríamos
que para Heráclito todas las magnitudes físicas deben ser
dinámicas, esto es, evolucionar con el tiempo).
Aristóteles (384--322 a. C.), sin comprometerse con ambas
posturas extremas, sostenía un punto de vista algo más
ecléctico. En la visión aristotélica del universo cada cosa
tiene asignado un lugar natural en el ordenamiento general de
todo cuanto existe. Los objetos pesados, digamos, deben situarse
tanto más cerca del centro de la tierra cuanto mayor sea su
peso. Y los cuerpos ligeros, como el humo, han de elevarse pues
su posición natural se halla por encima de los pesados, tanto
más arriba cuanto más ligeros sean. Atención aparte merecen los
cuerpos celestes, perfectos e incorruptibles, cuya conducta se
rige por unas leyes propias en absoluta indiferencia hacia los
objetos terrenales.
Esta peculiar doctrina de los lugares naturales y de la
distinción entre los ámbitos terrestre y celeste se mantuvo
vigente casi dos mil años, hasta que la autoridad conjunta de
Galileo (1564--1642) y Newton (1642--1727), avalada por los
trabajos de Copérnico (1473--1543) y Kepler (1571--1630), vino
a desafiarla. La primera ley de Newton dejó bien claro que, en
ausencia de una acción exterior que lo perturbase, un cuerpo
permanecía en reposo o en movimiento rectilíneo y uniforme
(movimiento inercial). Ya no se admitía, pese a la autoridad de
Aristóteles, que el estado propio de los objetos en sus lugares
naturales fuese el reposo y que se necesitase siempre una fuerza
para ocasionar un desplazamiento. La situación se había hecho
especialmente controvertida desde que Galileo estipuló que el
reposo y el movimiento inercial eran estados mecánicos del todo
indistinguibles. \.zQué sentido tenía entonces hablar de reposo
en lugares naturales si un mero cambio de sistema de referencia
convertía el reposo en movimiento y viceversa? Con una simple
acometida el edificio de la mecánica aristotélica se vino abajo
sin remedio.
Fue también el genio de Newton el que obtuvo la primera
formulación matemática --y por ello susceptible de comparación
cuantitativa-- de la fuerza física que no es más familiar, la
gravedad. La ley newtoniana de la gravitación universal demostró
de forma incontrovertible que las mismas reglas se cumplen en
todos los ámbitos del cosmos, ya sea en nuestro planeta o fuera
de él, derribando así otro de los pilares de la ya superada
física aristotélica. Este hallazgo constituyó, de hecho, la
primera gran unificación ocurrida en la historia del pensamiento
científico. Un primer paso en la dilatada y tortuosa senda que
aún quedaba por recorrer en el camino de la unificación
definitiva en nuestro conocimiento del mundo natural.
El paso de los años revelaría la existencia de otras fuerzas, la
electricidad y el magnetismo, estudiadas por una nueva
generación de científicos plenamente imbuidos del espíritu y las
ideas newtonianas. Por ello su sorpresa fue mayúscula al
comprender que la electricidad y el magnetismo no se sometían
a las leyes de Newton. La realidad física tornábase más compleja
de cuanto habían supuesto los primeros padres de la mecánica.
Pero aún así los investigadores no abandonaban su empeño de
lograr una descripción unificada de los fenómenos naturales.
Oersted (1777--1851), Faraday (1791--1867), Lenz (1804--1865) y
Henry (1799--1878), con sus prácticas experimentales y sus
explicaciones teóricas, mostraron la íntima conexión entre
electricidad y magnetismo que hoy es conocida por todos. Sin
embargo, al escocés James Clerk Maxwell (1831--1879) le
correspondió el honor de escribir el conjunto de ecuaciones
--llamadas ecuaciones de Maxwell-- donde se plasmaba la fusión
de la electricidad y el magnetismo en una nueva entidad física,
el campo electromagnético. Ésta fue la segunda gran unificación
de la física clásica, si por "clásica" consideramos, de modo
un tanto arbitrario, la ciencia anterior al siglo XX.
No escapó a la sagacidad de estos sabios que el siguiente
peldaño consistía aparentemente en la unificación del
electromagnetismo y la gravedad, una tarea notoriamente
complicada, como pronto se puso de manifiesto. Michael Faraday
había logrado demostrar en torno a 1830 la existencia de la
inducción electromagnética, es decir, que la variación del flujo
magnético --por ejemplo, moviendo un imán-- a través de una
bobina conductora generaba una corriente eléctrica variable en
el cable del bobinado. Parecía lógico pensar que algo semejante
podría ocurrir con la gravedad, por lo que Faraday comenzó en la
década de 1850 una serie de experimentos destinados a descubrir
el vínculo entre gravitación y electromagnetismo. Se preguntó si
los cuerpos en caída libre por causa de la gravedad terrestre
generaban algún fenómeno eléctrico, y diseñу un ingenioso
montaje experimental para comprobarlo. Dejando caer una sucesión
de esferas macizas verticalmente desde una cestilla en el techo
del laboratorio, Faraday intentó medir la presunta corriente que
podría aparecer en una bobina conductora situada junto al punto
de impacto, acolchado, de las esferas sobre el suelo. Sus
conclusiones fueron que, de darse algún efecto electromagnético
en las masas que caen atraídas por la gravedad, éste era
demasiado débil para ser detectado con los medios a su
disposición. Pese a todo, la fe íntima de Faraday en la
existencia de un vínculo profundo entre electricidad y
gravitación se mantuvo firme hasta el final de sus días.
Tal como había formalizado matemáticamente la teoría del campo
electromagnético iniciada por Faraday, Maxwell abordó el
problema de la unificación con la gravedad desde una vertiente
teórica. Las ecuaciones maxwellianas del electromagnetismo, por
ejemplo, se habían desarrollado suponiendo la existencia de un
medio --el éter-- que llena el espacio vacío y cuyas
vibraciones constituyen las ondas luminosas. Por tanto, no
resultaba aventurado suponer que la gravedad era tan sólo una
manifestación más de las tensiones y tracciones mecánicas del
éter. Maxwell se puso manos a la obra y descubrió que
sustituyendo en la llamada función potencial eléctrica la carga
eléctrica por la masa gravitatoria y la constante eléctrica,
K_e, por la constante gravitacional de Newton, G, se
podía obtener la aceleración de la gravedad de igual modo que se
obtenía la intensidad de campo en el caso eléctrico.
Desgraciadamente las analogías afortunadas terminaban ahí.
Debido a que la gravedad es siempre atractiva, Maxwell se vio
obligado a escoger una densidad energética del campo
gravitatorio muy distinta de la electromagnética. La
consecuencia fue que en los puntos donde la gravedad se anulaba,
la energía intrínseca del supuesto éter alcanzaba unos valores
desmesurados. A fin de evitar esta singular conclusión --no
había modelo mecánico alguno que explicase tan desconcertantes
propiedades del éter-- era necesario introducir masas
gravitacionales negativas, lo que conduciría inevitablemente
a una repulsión gravitatoria, o "antigravedad", cosa que pareció
a Maxwell tan contraria a toda nuestra experiencia física que se
dio por vencido en su empresa unificadora. Si existía un nexo de
unión entre la gravedad y el electromagnetismo, no era por ese
camino como se descubriría.
Mientras tanto, en el dominio de la matemática pura se estaban
dando unos asombrosos pasos de avance que años después
repercutirían dramáticamente en las tentativas de los físicos
por unificar las fuerzas naturales. Alrededor de 1823 el húngaro
János Bolyai (1802--1860) y el ruso Nikolai Lobachevski
(1792--1856) descubrieron que era posible construir una
geometría perfectamente coherente en la que por un punto
exterior a una recta era posible trazar infinidad de rectas que,
sin importar cuánto se prolongasen, nunca cortarían a la
primera. Esto contravenía nuestra intuición geométrica
corriente, educada en las normas de Euclides (325--265 a. C.),
el antiguo griego cuya geometría se enseña habitualmente en las
escuelas. Gracias a él sabíamos también que los tres ángulos de
un triángulo suman siempre ciento ochenta grados y que el
teorema de Pitágoras se cumple en los triángulos rectángulos.
No obstante, en 1854 el matemático alemán Bernhard Riemann
(1826--1866) pronunció una conferencia en PersonNameProductIDla
Universidadla Universidad de Gotinga que revolucionaría gran
parte de la matemática y la física posteriores. En ella exponía
que tanto la geometría de Euclides como la de
Bolyai--Lobachevski eran casos particulares de un planteamiento
geométrico más general capaz de englobarlos a todos. Un modo
sencillo, aunque incompleto, de visualizar la diferencia entre
las diversas geometrías es clasificarlas según la curvatura de
las distintas superficies sobre las que se pueden representar.
La geometría de Euclides, digamos, sería una de las posibles
geometrías de curvatura nula, ya que sus reglas son válidas para
las figuras dibujadas sobre un plano. La geometría de
Bolyai--Lobachevski corresponde a la de una superficie de
curvatura negativa (el pabellón de una trompeta, por ejemplo),
pues en ella dos líneas inicialmente paralelas tienden
a separarse cuando se prologan. Por último, la geometría de
curvatura positiva sería la correspondiente a figuras dibujadas
sobre una esfera o un elipsoide. En este caso, al prolongar dos
líneas paralelas, ellas se aproximan hasta cortarse en los polos.
Naturalmente, se sabía desde tiempo atrás que las propiedades
geométricas de las superficies alabeadas diferían de las del
plano. Las largas travesías marítimas obligaban a efectuar
correcciones en el itinerario de los buques (y hoy día de los
aviones) para compensar el hecho de que PersonNameProductIDla
Tierrala Tierra es redonda, y las trayectorias recorridas sobre
ella serían distintas en el caso de ser plana. Sin embargo, se
suponía tácitamente que tales peculiaridades no eran más que
desviaciones --por así decirlo-- de la verdadera geometría, la
euclídea, debidas al manejo de superficies bidimensionales
sumergidas en un espacio tridimensional. Era generalmente
admitido que el intento de construir una geometría no euclídea
en el espacio conduciría sin remedio a resultados
contradictorios. Y aunque hubo ilustres precursores casi
clandestinos --Gauss (1777--1855) entre ellos-- antes de
Bolyai y Lobachevski nadie osó demostrar en público que de hecho
existían geometrías distintas de la euclídea sin contradicciones
internas y aplicables a tres o más dimensiones.
La perspicacia de Riemann le llevó a tantear la posibilidad de
construir una teoría de la gravitación sobre la base de sus
descubrimientos geométricos. A su juicio, la gravedad bien podía
ser una expresión de la curvatura espacial de las regiones donde
hay masas presentes. Sus esfuerzos no dieron frutos porque
únicamente consideró la curvatura del espacio, prescindiendo de
la posible participación del tiempo, como sí hizo con éxito
Einstein en 1915, inaugurando la era de la cosmología moderna.
Éste es el legado científico que recogió el sabio alemán al
formular sus teorías de la relatividad y al tomar el relevo en
la carrera por la unificación de las fuerzas fundamentales. Hoy
sabemos que, como sus ilustres predecesores, él también vio
frustradas sus pretensiones unificadoras, y hay una abundante
literatura divulgativa sobre ello. Pero \.zqué se hizo tras la
relatividad, no sólo a la muerte de Einstein, sino durante su
vida? \.zEn qué consistieron las propuestas de unificación, y
por qué fallaron? \.zHay de veras alguna esperanza sólidamente
fundada de lograr ese ideal en algún momento, o se trata de una
empresa que excede las capacidades humanas? Éstos, y otros del
mismo tipo, son los interrogantes a cuyo esclarecimiento este
libro pretende contribuir en la medida de lo posible.
La mayoría de las cuestiones esbozadas en esta introducción
rozan tan de cerca el corazón de las más elevadas aspiraciones
intelectuales de la ciencia que, ineludiblemente, su respuesta
exhaustiva hubiese exigido trazar los perfiles de una historia
de la física teórica del siglo XX. Semejante tarea excede con
mucho las pretensiones de esta obra y, sin duda, las capacidades
del autor. Con tal motivo, vayan por delante mis disculpas por
las carencias y omisiones que a buen seguro se harán patentes
a quienes hubieran preferido una mayor y más cuidadosa
consideración de tal o cual aspecto. Igualmente, en la
exposición de un tema tan complejo y profundo como éste, aflora
siempre el mismo dilema acerca del nivel de formalización
matemático que conviene incluir en las explicaciones. Pues lo
que a unos puede parecerles excesivo, sin duda dejará a otros
ávidos de mayores concreciones. He procurado, a este respecto,
incluir la cantidad justa y necesaria de tecnicismos para
concretar con suficiente rigor los temas aquí abordados.
Obviamente, y dada la naturaleza profundamente abstracta de
tales asuntos, no siempre ha sido posible evitar un formalismo
matemático especializado. Pese a todo, mi propósito ha sido
mantener en lo posible una equilibrada sobriedad en el uso de la
notación matemática, si bien soy consciente de que en múltiples
ocasiones este objetivo no ha sido alcanzado.
Con todo, debo decir a los lectores que entre sus manos tienen
lo que pretende ser, no una mera reconstrucción histórica del
pensamiento científico sobre una determinada parcela del
conocimiento, sino una historia crítica de tales esfuerzos
intelectuales. La ciencia, como en general cualquier otra
actividad del ser humano, merece ser objeto de reflexión en sí
misma. Una reflexión ecuánime y sosegada iluminará aquellos
ámbitos donde creemos saber más, y también aquellos otros cuyo
desconocimiento sigue zahiriendo nuestro ánimo. Poner en tela de
juicio, de vez en cuando, las bases más profundas y arraigadas
de nuestro quehacer profesional diario es un ejercicio muy
saludable. Especialmente cuando semejante catarsis no puede ser
llevada a cabo con facilidad fuera de un reducido círculo de
expertos. La inseguridad que entraña una duda a ultranza
resultaría sin duda paralizadora en cualquier empresa humana,
pero no menos peligroso es el apego recalcitrante a idearios
cuyos fundamentos y consecuencias no se han analizado con
suficiente imparcialidad.
En un mundo como el nuestro, tan atribulado por toda clase de
horrores y padecimientos, parece difícil justificar moralmente
cualquier interés que no se halle destinado a mitigarlos. Cuando
tantos hay que sufren a diario sin futuro ni esperanza,
cualquier esfuerzo en otras esferas de la existencia se nos
figura una condenable frivolidad. Y aun concediendo la superior
urgencia de los problemas más acuciantes que aquejan a la
humanidad, es imposible evitar que nuestra mente se sienta
atraída también por todo género de inquietudes que van más allá
de las contingencias cotidianas. Siempre que se suscita el
debate sobre la porción de recursos que las sociedades avanzadas
deberían destinar a la denominada "investigación científica
básica", las respuestas suelen formularse en tales términos. Se
comienza sugiriendo la primacía de la presunta "ciencia
aplicada" y se termina cuestionando la prioridad de la ciencia
sin más, cuando tantos males nos amenazan desde otras muchas
direcciones.
Pero olvidamos con frecuencia que, según afirmaba Pasteur con
gran agudeza, no hay ciencias aplicadas, sino tan sólo
aplicaciones de la ciencia. Asfixiando la investigación básica
más pronto que tarde nuestro único fruto sería sofocar también
las aplicaciones tecnológicas generadas por descubrimientos
previos que, aparentemente, nada tenían que ver con ellas. Es
asimismo imposible vaticinar la relación entre los hallazgos
científicos fundamentales y los desarrollos técnicos a que
pueden dar lugar con el transcurso del tiempo. Lo único de lo
que podemos estar seguros es que, abandonando la persecución del
puro conocimiento, estaremos condenando a la vez el progreso
venidero de nuestra civilización.
Al escribir un libro, de éstas u otras características, siempre
se tiene la sensación de que podría haberse hecho mejor. Por ese
motivo he procurado guiarme por la conocida máxima del escritor
C.S.Lewis (1898--1963) cuando dijo: "He escrito los libros
que me habría gustado leer". No habiendo otro criterio
superior, me parece un consejo excelente con el que dirigir
cualquier esfuerzo de comunicación escrita. En esa línea, las
ideas científicas, más que los formalismos en que se envuelven,
han sido el centro de mi atención. Y he pretendido aquilatarlas
con explicaciones tan profundas y exposiciones tan sencillas
como me ha sido posible. Sin huir de las fórmulas cuando es
necesario afrontarlas, ya que en definitiva una ecuación no es
sino una relación cuantitativa entre conceptos expresados
simbólicamente. Tanto temor debería inspirar una ecuación
a quien ignora su significado como una partitura a quien
desconozca el lenguaje musical. En ambos casos el misterio se
disipa interpretando correctamente lo que los símbolos
utilizados quieren decirnos.
Con objeto de lograr una mejor comprensión del texto, se ha
añadido en cada capítulo una pequeña entradilla al comienzo, en
la que se explica brevemente el contenido que a continuación se
desarrolla y un glosario de términos útiles al final del libro.
El desglose de la bibliografía por capítulos obedece al mismo
propósito de claridad.
Es cierto que en los textos de divulgación, cuanto más alta sea
la preparación científica del lector, mayor partido sacará a su
lectura. Pero también confío en que las personas sin un gran
bagaje de conocimientos puedan obtener un grato provecho de este
libro, con tal de que su inquietud por saber permanezca
suficientemente alerta, o al menos en condiciones de ser avivada.
Éste es uno de esos libros cuyos contornos definitivos fueron
adquiriendo forma a medida que su elaboración avanzaba. Y no
porque se trate de un relato fantástico hilvanado sobre la
marcha de la narración, sino por la complejidad y extensión de
los contenidos aquí tratados, cuya variedad ha obligado
a modificar en numerosas ocasiones el plan de exposición previsto.
Son tantos y tan profundos los aspectos que una compilación
histórica como ésta debe abordar, que la justificación de todos
los esfuerzos necesarios para llevarla a cabo sólo puede
hallarse en una apasionada devoción por la ciencia y su
historia, así como en el íntimo convencimiento del autor
--quizás equivocado-- sobre la necesidad de contar con un
texto como el presente destinado a los lectores de habla
española.
Hay un aspecto sobre la tarea del historiador que no desearía
dejar sin comentario antes de finalizar esta introducción. Se
suele aducir que los mejores historiadores son quienes manejan
fuentes primarias --documentos históricos originales-- y que
los demás no son sino emuladores de segunda fila. No puedo
disentir con más convicción de tales opiniones. La labor de
búsqueda, ordenamiento y análisis de las numerosísimas
referencias que me he visto obligado a consultar me ha
persuadido del valor de las fuentes secundarias, sin las cuales
muchos de los originales perderían gran parte de su sentido.
Esto es particularmente cierto en la reconstrucción histórica de
los hechos y las teorías de la ciencia, para los cuales es
a menudo crucial conocer tanto el pensamiento de sus autores como
la percepción de sus contemporáneos y, más aún, la evolución que
a lo largo de los años ha sufrido nuestra concepción de tales
descubrimientos. No resulta infrecuente que el juicio de un
investigador sobre sus propios hallazgos difiera notablemente de
la visión de sus coetáneos, o que el paso de los años haya
arrojado nueva luz sobre la interpretación de teorías que nadie
llegó a contemplar desde ciertas perspectivas.
En buena medida, este trabajo ha sido inspirado por el recuerdo
de los cursos de verano sobre relatividad organizados en
distintas sedes por el ya desaparecido Dr.Antonio Bernalte, de
PersonNameProductIDla UNED. Ella UNED. El espíritu de
compañerismo, la atmósfera de inquietud intelectual y el
disfrute del conocimiento que allí se concitaron, serán
imposibles de olvidar por los que tuvimos la suerte de asistir
a ellos.
Obras de la envergadura de ésta, jamás se deben del todo a una
sola persona. Debo agradecer, sin duda, el afecto y generosidad
del profesor Alfredo Tiemblo, director del Instituto de
Matemáticas y Física Fundamental del Consejo Superior de
Investigaciones Científicas. No sólo aclaró amablemente muchas
de mis dudas y me permitió colaborar en algunas de sus
investigaciones, sino que la pasión por el conocimiento que
irradia y la extrema gentileza de su trato han supuesto para mí
una de las más gratificantes experiencias intelectuales.
Los doctores Rolando Pérez Álvarez y Fernando de León Pérez,
cuya excelencia en el plano profesional sólo se ve igualada por
su calidad humana, me proporcionaron gran parte de la
bibliografía que me fue necesario consultar, y a la cual, en
otro caso, hubiera tenido muy difícil acceso. Asimismo, el
profesor doctor Guillermo Bernabeu, de PersonNameProductIDla
Universidadla Universidad de Alicante, unió a vivificadora y
entrañable amistad, el alentador apoyo que con toda calidez me
brindó siempre que le fue solicitado. Y el profesor José Manuel
Sánchez Ron me hizo el honor de responder a mis peticiones de
información suministrándome las referencias bibliográficas de
que disponía.
A mi esposa, Estrella Jornet Gil, cuyos títulos superiores se
ven complementados con un extraordinario talento como profesora
de ofimática, se debe la correcta estructuración y presentación
del texto, razón por la cual toda deficiencia en este aspecto es
exclusivamente atribuible a mi impericia.
Tampoco puedo olvidar a los numerosos familiares y amigos que de
algún modo han contribuido a facilitar mi labor, ya fuese
relevándome bondadosamente de las tareas que en justicia me
correspondían, o tan sólo accediendo a prescindir temporalmente
--muy a pesar mío-- de mi presencia a su lado. A todos cuantos
he mencionado, presentes y ausentes, y a quienes por su variedad
y número no podría reseñar, mi más sincera gratitud sellada con
la esperanza de que todos los esfuerzos realizados hayan
merecido la pena.
Señalar, por último, que éste es el primer libro que escribo
tras el nacimiento de la pequeña Andrea. De no haber estado ella
entre nosotros, es seguro que el texto se hubiera completado en
un tiempo muy inferior. Pero, sin duda, el universo descrito en
sus páginas también hubiese sido mucho menos hermoso.
Rafael Andrés Alemañ Berenguer
Licenciado en Física (Fundamental) por la UNED y en Química
(Bioquímica) por la Universidad de Valencia; actualmente
investigador colaborador honorífico en el Departamento de
Ciencia de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica, en la
Universidad ``Miguel Hernández'' (Alicante).
Premio Competición Futurista Honeywell de 1988 por el
ensayo Las futuras lanzaderas espaciales. Conferenciante en múltiples
foros,
es autor de diversos artículos y libros de divulgación, entre
ellos Tras los secretos del Universo, Ciencia
y Apocalipsis, Relatividad para todos, Física para todos,
Evolución
o Diseño y Fronteras de la Realidad. Fue también redactor del
periódico de divulgación científica Tecnociencia, colaborador de
los programas de radio La Ventana del Universo y Adelantos
(asesor científico) y articulista en la revista Astronomía y
Universo.
Actualmente colabora como articulista y recensor en la revista
Latin American Journal of Physics Education, como autor en la
revista Llull, de la Sociedad Española de Historia de las
Ciencias y las Técnicas (SEHCyT), en la revista electrónica
eVOLUCION, de la Sociedad Española de Biología Evolutiva
(SESBE), así como en el PhilSci Archive (Universidad de
Pittsburgh).
Rafael Andrés Alemañ Berenguer
Licenciado en Física (Fundamental) por la UNED y en Química (Bioquímica) por la Universidad de Valencia; actualmente investigador colaborador honorífico en el Departamento de Ciencia de Materiales, Óptica y Tecnología Electrónica, en la Universidad «Miguel Hernández» (Alicante).
Premio «Competición Futurista Honeywell» de 1988 por el ensayo «Las futuras lanzaderas espaciales». Conferenciante en múltiples foros, es autor de diversos artículos y libros de divulgación, entre ellos «Tras los secretos del Universo», «Ciencia y Apocalipsis», «Relatividad para todos», «Física para todos», «Evolución o Diseño» y «Fronteras de la Realidad». Fue también redactor del periódico de divulgación científica Tecnociencia, colaborador de los programas de radio «La Ventana del Universo» y «Adelantos» (asesor científico) y articulista en la revista «Astronomía y Universo».
Actualmente colabora como articulista y recensor en la revista «Latin American Journal of Physics Education», como autor en la revista «Llull», de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y las Técnicas (SEHCyT), en la revista electrónica «eVOLUCION», de la Sociedad Española de Biología Evolutiva (SESBE), así como en el «PhilSci Archive» (Universidad de Pittsburgh).